Proseguí recto y entré a un camino de humo de incienso que
provenía de flameantes incensarios donde caminé hasta que me encontré, sentado
en su trono, a un hombre macabramente hermoso sin pupilas, pobremente cubierto
por pieles de jaguar que tenía el pene descubierto. Su demoniaca sonrisa
presumía unos muy afilados dientes. En su cabeza, una cabeza de jaguar le
funcionaba de casco y de ella salía incrustado un penacho de plumas naranjas y
verdes. “Tepeyóllotl”, pensé. Muy cerca de él, cinco jaguares sentados, con
miradas recelosas, huesos y sangre humana indicaban que acababan de comer. Dos
estatuas enormes de jaguares se encontraban esculpidas a su lado enseñando sus
enormes colmillos. Varios cráneos humanos desollados con piedras blancas y
negras que simulaban ojos colgaban por las paredes. Dos guerreros jaguar lo
protegían parados viendo hacia su dirección, mientras unos tecolotes me miraban
furtivamente.